El heredero de la dinastía no ha vuelto a cabalgar tras coronarse en el Waterloo de Calfucurá, conocido entre huincas como «el Napoleón de las Pampas». Es ahora un obeso general reconocido por el Ejército, consumidor final de lujos, vicios y condecoraciones por su protagónico en la batalla de Bolivar. El triunfo del Estado argentino que forzó el exilio de la mayor resistencia aborigen, es inconcebile sin la furia del cacique aliado, quien antes de encarnizarse en polvaredales contra el enemigo central del «huinca», descargó el fusil contra los catrieleros prestos a desertar ante la orden de lancear a su propia raza.
Cipriano Catriel atraviesa el centro del Azul en su carruaje de oro, cortesía de Domingo Faustino Sarmiento, con vistas a inaugurar su majestuosa casa en la esquina oeste de Colón y Corrientes. Es el 27 de octubre de 1873. Construída 18 años antes con destino de primer hospital comunal, poco después una de las primeras escuelas, la ostentación de ladrillos de adobe concentrará vinos de Burdeos, sedas de Oriente y cuantiosos recibos del Banco Provincia. El “Cacique General de las Pampas”, paradigma del «indio amigo» para la clase dirigente criolla, residirá en la cotizada vivienda hasta morir lanceado por juicio de sus hermanos mayores: Juan José y Marcelino Catriel, de cuyas bocas surgió el grito de dar «muerte al traidor» en el atardecer punzó del 24 de noviembre de 1874.
Del modo en que pretendió heredar bienes y propiedades, e incluso, la tenencia de sus descendientes directos, la casa de Cipriano fue cedida a Juan José. Víctima del campo de concentración de Martín García tras el genocidio del desierto, obtuvo del propio Roca un indulto que no lo llevó a la vida en la calle Colón, sino a morir de cáncer en la Olavarría de 1910. Por los próximos 150 años, la sucesión en torno al hogar catrielero será una absoluta incógnita.
A pesar de esfuerzos particulares por capitalizar su valor patrimonial e histórico, la Casa de Cipriano Catriel es apenas una cuarta parte de lo que fue, sometida a la demolición y a la demoledora indiferencia de la sociedad europeizada que le ignora día tras día.
El caso llegó a la Cámara de Diputados de la Nación en 1974, por esfuerzo de una azuleña en la bancada justicialista llamada Eufemia Musso. Por mayoría en el parlamento, la morada del cacique obtuvo el título de “Casa histórica nacional”. Nunca hubo iniciativa alguna en dos décadas, por lo que hacia el año 89′, insinuó el «Diario El Tiempo» que «ya era tarde» para salvaguardar la obra. Aseguraba el monopolio gráfico que existía «un movimiento», consensuado entre el gobierno de César de Paula y el desconocido propietario de la finca, para nutrirla «… de dos comercios ocasionales con artículos regionales, productos locales, etcétera; una exposición permanente con objetos referidos a Catriel; la proyección de una audiovisual sobre la misma temática; y promoción como atracción turística y asistencia de la municipalidad, que dispondría de la exención impositiva».
A mediados de los 90′, el entonces concejal del PJ, Nicolás Castiglione, promovió el debate en el recinto azuleño. La propuesta obtuvo en mayo de aquél año la resolución 23 número 686: «… determina al Poder Ejecutivo – al mando del intendente César De Paula – considerar la compensación patrimonial a favor de los titulares de la mencionada propiedad, a efectos de preservar el acervo histórico de nuestra comunidad. El proyecto era impulsorado por la arquitecta Alicia Lapenta, y la Directora de Cultura y Educación de Azul, María Raquel De Paula de Roldán. En los considerandos, referían que «no es aconsejable que el bien pase a propiedad municipal», puesto que «todos debemos comprender que la conservación de los bienes de patrimonio cultural es una tarea conjunta entre los particulares y el Estado». Lapenta señaló como primordial «el reconocimiento por parte de la población en torno al inmueble, como arte del patrimonio cultural del Partido de Azul con alcance regional».
El proyecto sería «letra muerta» con el correr de los días. Existió un vano intento, último manotazo del justicialismo por llamar la atención del intendente De Paula, con la resolución del 1° de junio de 1990. A través de un proyecto de comunicación, el Concejo Deliberante exigía al Ejecutivo «iniciar las gestiones para que la añeja finca pase a formar parte del patrimonio cultural de Azul». Adjuntaban la demanda aprobada en mayo, como un aval más del anexo engrosado con las obligaciones pendientes de la iniciativa de Musso en Diputados. «¿Pero es realmente tarde para impedir la caída de las paredes que forman la clásica esquina de la Casa de Catriel? ¿… O todavía queda una esperanza?», se preguntaría «El Tiempo» en una editorial del 30 de julio de 1991.
Un cartel de “VENDIÓ”, atribuido a la Inmobiliaria Courreges, sería el último título percibido por la propiedad. Ni almacen, museo, archivo histórico o vivienda para su familia. La casa fue demolida sin piedad en el manto del 29 de julio de 1991, hasta quedar reducida a una cuarta parte sobre calle Colón. Frente a los adoquines donde lucía el carruaje dorado brotaron dos negocios inmobiliarios, dos tumores de concreto que llevan 32 negligentes años erigiendo el negacionismo en pleno centro.
Del último tesoro físico de Cipriano Catriel, cacicazgo decisivo para el plan civilizatorio bonaerense, con toma de decisión en los mandatos de Sarmiento y de Mitre, sólo queda una ruina ignorada en el centro de Azul; la ciudad que existe por la cesión de sus ancestros. Cuánto puede resistir, quiénes moran en su interior, si la esperanza todavía queda, son búsquedas que ni El Tiempo, ni la clase política, ni la poblacion azuleña pretendieron encontrar tocando ya mismo a su puerta.
Entre las miles de fake news que sacudieron la cotideaneidad pandémica, circuló una que todos los medios azuleños compraron: aludían al unísono que la demolición era noticia, es decir, aseveraban que el estado actual de la casa era un suceso de aquél 2021. Del desconocimiento respecto al devenir del inmueble, resurge un diagnóstico anclado en la sociedad que cierta vez pregonó el mote de «ciudad de raíces pampas». La desconexión mediática y social con respecto al patrimonio nativo en suelo azuleño, es la más devastadora sentencia del retraso en materia de reparación territorial, social y cultural que padecen les descendientes desde la consumación del genocidio.
Nos cuenta Norma Catriel en el Villa Fidelidad del octubre presente, que caminando sus 80 desconoce la cautivante esquina donde el bisabuelo vivió como el huinca más acaudalado. Nunca supo. De su existencia aún en pleno centro, de la sucesión a partir de Juan José, más nunca conoció respuestas acerca de qué y de cuánto le pertenece por derecho. Y así recuerda cómo su abuelo Modesto nunca pudo contestarle “dónde están las tierras del tata Cipriano”, mientras en el Archivo de la Nación se pudre un documento escriturado por Bartolomé Mitre, garantía de 17 mil hectareas que recorren la margen derecha de Azul y más allá, para el goce de Cipriano y como patrimonio inclaudicable de las generaciones catrieleras posteriores.
Sin ningún título de propiedad en la línea sucesoria, con cada tramo de esas miles de parcelas en propiedad privada o estatal, nada preocupa más a Norma que el documento de la casa propia, «el ranchito», como define al que heredó de su bisabuelo sobre la mapu ancestral, tiempos donde Modesto escuchaba que de Catriel «sólo quedó la chusma», y que la comunidad pampa era señalada por la vecindad criolla como «los patas sucia del otro lado del arroyo».
Esas miradas que de un tiempo a esta parte se transformaron en negacionismo silencioso, no le quitan a Norma el sueño de que un gesto comunal les devuelva la casa del tata Cipriano. De manera que al menos así, por vez primera en su historia de resistencia, la Comunidad “Cacique General de las Pampas, Cipriano Catriel” ostente un techo propio en una de las millares de esquinas arrebatadas.
La sociedad civilizatoria que le ofrendó al mejor de los indios amigos, el estilo de vida para sentirse uno de los suyos, no discute en su actualidad batería de reparaciones hacia les descendientes, a un cuarto de siglo de consumado el genocidio aborigen en la Argentina. El descendiente del lado donde Pedro Burgos fundó el Fuerte San Serapio Mártir del Azul, desanda con ignorancia supina los adoquines de Colón y Corrientes, con la misma frivolidad que transita el monolito «a las raíces pampas» del Balneario Municipal, o la plaza de Respeto a los Primeros Pobladores en Villa Fidelidad. Por caso, pocos reparan que bajo el busto del «Cacique General» descansan los restos de ancestros recuperados por las comunidades catrieleras de Azul, Olavarría y Tapalque, devueltos en 2018 por el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas), y habiendo padecido la tortura de ser «prisioneros de la ciencia» en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, de forma ecuánime a la que el cráneo de Cipriano se convirtió en el objeto más preciado de su director, el perito Francisco Pascasio Moreno.
En esa ruina de Colón 312 no se detiene huinca alguno. Ni por error frena su carruaje moderno para imaginar en ella un portal que conduzca al origen vedado. Resistió por 150 años al lanceo del negacionismo; mientras uno de sus ladrillos siga en pie, simbolizará la resistencia del pampa contra «el blanco lado del arroyo» que no supo – o no se atrevió – a borrarle por completo.