Por: Francisco Blando (Director de Azul Hasta El Estallido)
Se extinguió el más siniestro del Terror más profundo. El nacido en la ruralidad del paraje Nievas de Azul, que dedicó sesenta de sus noventa y tres años a la causa de reprimir y torturar, asesinar y desaparecer en nombre de Dios y de la Patria.
Asegura el acta de defunción, que su reencuentro con la muerte ocurrió en Merlo, durante la madrugada del 2 de julio de 2022, en la terapia intensiva de la clínica Estrada. Pero su disposición final transcurrió en una celda de la Unidad 34 de Campo de Mayo.
El autor intelectual del circuito de tortura y exterminio más grande de la Provincia de Buenos Aires, murió en una cárcel común. En vida no padeció remordimiento alguno. Por el contrario: denotaba orgullo por su rol como coordinador material de los secuestros, las vejaciones, mutilaciones, violaciones, apropiaciones e incontables torturas metafísicas, sin límite en el metodo, impartidas al interior de 21 centros clandestinos de detención y centenares de calles bonaerenses. Muchas de esas picanas, de esas balas a sangre fría, las ejecutó con sus propias manos.
Desterrado por su familia, sin otra compañía que un crucifijo, Miguél Osvaldo Etchecolatz, máximo responsable de 2.500 desapariciones de las 30.000 cometidas por la dictadura cívico-eclesiástico-militar más atroz de la historia argentina, se extinguió en solitaria agonía.
Una vida dedicada a la muerte agravada por el odio
Etchetolatz eternizó el hermetismo con el cual guionó tanto la vida privada como el sanguinario accionar clandestino. Un metódico e inquebrantable pacto de silencio asumido en 1976, cuando se calzaba el uniforme de Director General de Investigaciones de la Policía Bonaerense (DIPBA), que ostentó hasta 1979.
Desde entonces y para siempre, juramentó callar los crímenes imprescriptibles que diseñó y ejecutó siendo la mano ensangrentada del General Juan Ramón Camps, jefe de la fuerza, con quien orquestara el máximo circuito del horror en suelo provincial. Al punto que, por esos años, recibió varias veces el reconocimiento «San Miguel Arcángel» con el que la Bonaerense premiaba a quienes mostraban más arrojo a la hora de empuñar la picana.
Estamos ante la mano y la sombra detrás de «La Noche de los Lápices», secuestrando, torturando y desapareciendo a un grupo de estudiantes que no superaban los 17 años. Ante el ideólogo de centenares de operativos paramilitares en barrios periféricos y céntricos bonaerenses, donde a plena luz del día se bombardeaban y metrallaban hogares (como el Caso Mariani – Teruggi, o el que compone la Causa Hogar de Belén); se fusilaba militantes, pero también vecines ajenos a toda militancia, que luego la complicidad mediática fraguaba como víctimas de cierto enfrentamiento con las fuerzas subversivas. Estamos ante el jerarca que supervisaba los 21 centros clandestinos bajo su mando de forma cotidiana, incluyendo aquél donde torturó a Jorge Julio López y asesinó a balazos a otres detenides, como Patricia Dell Orto, una de las cientos de madres que hizo desaparecer junto a su bebé apropiade, tal cual relatara minuciosamente el dos veces desaparecido en su denuncia insoslayable:
Siempre supo, que nunca detallaría, qué hicieron sobre las miles de víctimas mientras respiraban, a dónde arrojaron sus cuerpos irreconocibles, quiénes se quedaron con sus bienes, ni cuál fue el destino de les hijes paridos en los campos de concentración: centenares de bebes, como Clara Anahí Mariani, secuestrados por los grupos de tareas de Etchecolatz «con fines de rehabilitación ideológica», y luego entregados – complicidad judicial mediante – a familias ligadas a las fuerzas armadas y de seguridad, o bien, vinculadas con el aparato de complicidad civil-empresarial.
En 1979, pidió la baja después de más de tres décadas en la Bonaerense, a la que había ingresado en 1947. En abril de 1986, el juez Juan Ramos Padilla tocó a su puerta con la primera condena en manos. Lo detuvieron por orden de la Cámara Federal, que lo terminaría condenando a 23 años de prisión por los crímenes cometidos en la órbita del Circuito en lo que se conoció como la Causa 44. Desde la carcel fue uno de los que atizó el alzamiento de los carapintadas en Semana Santa. Recuperaría la libertad al ser beneficiado, junto a otros miles de genocidas, con las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida sancionadas por la Corte Suprema. En libertad, le proveyó seguridad a Bunge & Born durante unos años. Así conocería a Graciela Carballo, su flamante viuda.
Inimputable en exceso con la vigencia de los indultos menemistas, en 1997 tomaba asiento en el programa de Mariano Grondona, uno de los operadores insignia de la Dictadura. En pleno prime time de la TV criolla, y mirando de reojo a Mario Bravo, uno de los supervivientes de sus mazmorras del horror, disparaba: «Tengamos en cuenta que los desaparecidos, que aquí se manipuló con tanta arbitrariedad, no son la suma que se está publicando». Bravo describió en vivo, para todo el país, que mientras era torturado escuchó al comisario diciéndole “maestro: escupa todo y no trague nada”. Además de negarlo, Etchecolatz comparó la tortura de picana con un tratamiento para callos plantares.
Durante los años de impunidad – esto es, hasta la disolución de los indultos, junto a las leyes de punto final y obediencia debida en 2003, con el gobierno de Néstor Kirchner -, lo persiguieron los escraches de familiares de supervivientes. Él los repelía con amenazas sin ningún miramiento. A mediados de los noventa trascendió que un grupo de pibes atinaron a tirarle unos huevos mientras paseaba a su pastor inglés; la respuesta del verdugo fue desenfundar un arma que después la justicia le creería que era de juguete.
Su defensa del plan sistemático de exterminio era tal, que en aquél año 97′ decidió documentarlo en el libro «Las Dos Campanas del Nunca Más», cuyo objetivo central era refutar la investigación impulsada por la CONADEP, o más bien, les centenares de testimonios de supervivientes y familiares relatando los alcances reales del terrorismo de Estado entre 1976 y 1983.
“¿(Me juzgan) por haber matado? Fui ejecutor de una ley hecha por los hombres. Fui guardador de preceptos divinos”, escribía el verdugo en aquellas páginas. “Por ambos fundamentos, volvería a hacerlo”, prometió en su libro. Cumpliría en 2006, el día que conjugó «Jorge Julio López» y «secuestrar» en un papel. (Ver: «La última condena del genocida azuleño»)
De allí en más, transcurrió sus días en la carcel de Ezeiza, hasta que el 27 de diciembre de 2017, a sus 88 años, Etchecolatz fue beneficiado con la prisión domiciliaria. Debido a su «cuadro de salud y riesgo de contraer nuevas enfermedades», en una vivienda del Bosque Peralta Ramos en Mar del Plata, cercana a una de sus víctimas superviviente. Antes de otorgarle el beneficio, el tribunal ordenó un peritaje médico, que citó sólo parcialmente en su resolución, pero ignorando la conclusión del mismo donde se afirmaba que no correspondía otorgarle la prisión domiciliaria. El timing y la omisión eran tan causales como coyunturales: habían pasado sólo 7 meses del 2×1 de la Corte Suprema en beneficio de los genocidas, durante el gobierno más negacionista de la historia democrática argentina. El mismo donde, paradójicamente, vería perder su filiación a la fuerza de seguridad que uniformó sus horrores.
Aunque desde el retorno democrático fueron exonerados cientos de policías, el comisario Etchecolatz siguió perteneciendo a la Bonaerense hasta el 8 de agosto de 2017. La situación fue descubierta por el jefe de Asuntos Internos de la fuerza, Guillermo Barra, cuando recibió un trámite de rutina: un escrito de un tribunal que solicitaba a Etchecolatz para una formalidad judicial. Por protocolo, la Justicia le informa a la Policía cada vez que uno de sus agentes es requerido por cualquier causa. Etchecolatz seguía hasta ese momento en situación de RAV, Retiro Activo Voluntario. En ese estado figuran los policías que se retiran de la fuerza normalmente, sin haber cometido delitos y con legajos impecables.
La larga mano de las complicidades policiales consiguió cubrir a su prócer, a 34 años de la recuperación de la democracia y a 31 de su primera condena. Asomó entonces, cuando el propio Camps y Ovidio Riccheri, los dos militares sentados en el banquillo junto al genocida azuleño, perdieron su condición tras ser destituidos por el Ejército. Pero Etchecolatz siguió siendo policía. Los mismos dedos pesados de la bonarense que, en 2004 y en 2014, recibieron notificaciones oficiales de la Justicia, operando sobre los funcionarios de las gestiones de Felipe Solá y Daniel Scioli para que las dejaran pasar. El más siniestro de sus cerrojos, no obstante, fue aquél cubriendo la notificación del medio, acontecida en 2006: el año que comenzamos a preguntar: «¿Dónde está López?».
En cada una de las audiencias que enfrentó, el verdugo enfatizaba que el Poder Judicial era incompetente para juzgar a los de su clase. «Exijo ser juzgado por la Justicia Militar de aquél momento», era su planteo. A la par, alimentó cada vez que tuvo a un tribunal, decenas de familiares de desaparecides, y miitantes de la memoria copando un juzgado, el mito marcial de la «Guerra Sucia» entre dos demonios.
En la audiencia del Juicio Garachico, el último cuya sentencia a perpetua conoció en vida, declaraba: «Yo no maté. Yo batí en combate, que es distinto. (…) Defendí las instituciones en una guerra donde todo tuvo un motivo. Yo respondí a la agresión con el personal que tenía». Por ese presunto acorralamiento judicial, y para reafirmar la teoría basal del «Proceso de Reorganización Nacional», firmó sus últimos documentos como «Miguél Osvaldo Etchecolatz: prisionero de guerra». Un mote que mandó a emparchar sobre su campera carcelaria.
Creía asímismo – también dejaba constancia de ello ante los letrados – que la Justicia y la sociedad habían sido desagradecidas con el resultado social, cultural, político y militar del genocidio, es decir, injustos con el modelo de país que justificaría las cifras del horror de la Dictadura. Durante el Juicio Garachico, llegó a disparar contra los jueces del TOF N°1 de La Plata, algo que en sí destinó a la casta judicial entera: “¿Ustedes creen, que estarían ahí, de haber triunfado los jóvenes idealistas que pretendían tomarlo todo? Serían fusilados por ser integrantes de la burguesía… y el que habla, también”.
Durante la última audiencia que lo vio testimoniar, la segunda del Juicio Hogar de Belén, el genocida hizo gala de su egocentrismo, reflejo de que intermanente se pensaba como la personificación de la Dictadura. Declaraba que este y los procesos venideros eran «apenas la continuidad de un plan sistemático de odio y venganza contra mí persona». Lo sostuvo luego de brindar un minuto de silencio «por la paz y la libertad del pueblo ucraniano que, con fortaleza y heroísmo ofrece su vida». En lugar del crucifijo XL que vistió los últimos años, colgaba de su cuello un cartón azul y amarillo, simulando la bandera del país en guerra con Rusia.
Sus últimas palabras conocidas, también en dicha audiencia, se corporizan ahora como un testamento:
«Defender a Dios, la Patria y la familia de la ocupación terrorista y criminal está en mi corazón, ya que como hombre que ha vestido y viste el uniforme de la fuerza de seguridad no se vende ni se rinde. La sentencia, ya dictada por sus ideologías y no por la ley, es la medalla de honor al deber que he recibido y recibiré nuevamente; al mejor estilo de los juicios populares realizados en Plaza de Mayo por los organismos de Derechos Humanos politizados, las madres y abuelas de terroristas».
A pesar de encarnar como nadie la genealogía del odio y la muerte, Etchecolatz gozó, antes de morir, el beneficio de la domiciliaria golpeando, una vez más, los barrotes de su celda. Ya había dejado el penal de Campo de Mayo por la clínica, porque Casación Federal consideró que el servicio penitenciario no reunía las condiciones para abordar su delicado cuadro de salud a los 93 años. Aunque oportuna, pues le ahorraron testimoniar en las última tanda de audiencias, resultó cierta la justificación del estado delicado argumentada por su defensa. Sumido en tal agonía, transcurrió sus últimos días en la clínica Estrada de Merlo.
Desde la cama del nosocomio se anotició de su última condena a perpetua, consagrada el 13 de mayo con la causa Garachico. Asimismo, estaba procesado a la espera del juicio por el homicidio de Horacio Wenceslao Orue, y esperaba el devenir de la Causa Minicucci (o Las Brigadas), que desde 2020 reúne cerca de 400 víctimas entre el “Pozo de Banfield”, “Pozo de Quilmes” y “El Infierno” de Avellaneda. En el mientras tanto, desde el 4 de marzo de este año aguardaba por la inexorable décima condena, a partir de que el TOF N°1 de La Plata diera apertura a la causa Hogar de Belén. Si la domiciliaria no se efectivizó, fue gracias a la vigencia de cada una de estas causas.
Su muerte debió de ocurrir entre las 5 y las 6 de la mañana del sábado. Fue confirmada por Guadalupe Godoy, abogada en los juicios por crímenes de lesa humanidad en La Plata, entre los que participó en la querella de Jorge Julio López. De acuerdo al último reporte sobre su salud del Cuerpo Médico Forense, se extinguió padeciendo las secuelas propias de un nonagenario fumador compulsivo: hipertensión arterial, un accidente cerebro vascular (ACV), deterioro cognitivo, insuficiencia cardíaca, insuficiencia venosa, hiperplasia benigna de próstata y diverticulosis colónica.
El infierno se puso encantador al conocer la noticia, más en la tierra no hubo otra lágrima que la de sus fieles. A su lado, sólo el crucifijo, omnipresente y omnicomprensivo de los horrores del genocida, quien ofrendó su propia vida al servicio de torturar, vejar y asesinar por preceptos divinos.
«Siempre fue narcisista, una persona sin bondad, impenetrable, que nunca dio lugar para que sus hijos pudieran preguntar (…) Fue el símbolo más cruento del aparato represivo». La definición corresponde a su ex hija, Mariana Dopazo, en lo que significó su primera aparición pública como tal. «Nunca nos explicó nada», agregaba. «Hay asesinos que le han contado algo a su círculo íntimo, pero Etchecolatz no».
Aunque no hablara de sus crímenes, el testimonio de su ex hija permite sentenciar que manifestaba su aversión cotidianamente. Picaneando dentro de un «quirófano», o golpeando a su esposa e hijes en el living del hogar, Etchecolatz corporizó, en todo momento, el tope de las capacidades humanas para ejercer crueldad sobre el Otre. Ejecutó su sanguinaria y cristiana cosmovisión valiéndose de todas las formas de brutalidad física, todas las violencias metafísicas con las cuales fantasearon los verdugos del medioevo, y que sólo corresponde equiparar con las perfeccionadas por nombres como Mengele, Eichmann, Koch y Bormann en los campos de concentración nazi.
Los adeptos del Terror más profundo, recordarán al más siniestro de los suyos como aquél comisario orgulloso de haber sometido a la clase trabajadora, satisfecho de haber aniquilado a toda una generación. Aunque sin haber razonado jamás, que su obediencia debida no fue a la causa del «señor Jesús» – como rezara el cartel que vistió en la causa Garachico – sino a los mandatos de los dueños de todas las cosas; la miseria planificada por les beneficiaries de cada uno de los genocidios argentinos.
Les emprendedores de la memoria, entre elles, sus ex hijes, lo evocarán agonizando en la soledad de una cárcel común, habiendo sido desterrado por su familia en vida, y muriendo con la mitad más uno del país marchando por aquelles que creyó desaparecer.
Su origen azulado
Ni aún muerto, ningún medio se atrevió a informar el origen del genocida. Ninguno que subraye que Miguel Osvaldo Etchecolatz nació el 1° de mayo de 1929 en el paraje nievas de la ciudad de Azul. (Ver: Etchecolatz: el genocida que supimos exportar, e importar) Que antes de partir a la Escuela de Policía Vucetich, en el año 1946, vivió parte de su infancia y juventud en el barrio villa Piazza Sur. Hasta hace no mucho existían vecines que lo recordaban como “Miguelito”, el nene de Manuel Etchecolatz y de Martina Santillán, que pasaba largas horas tímidamente en silencio en el comedor del barrio.
Nunca lo expresó de forma pública, ni durante entrevistas ni en las páginas de su único libro. Se desconoce si sentía desprecio por su pueblo natal, o evitaba mencionarlo para ahorrarle visitas indeseadas a la familia. Tampoco habló de ella a lo largo de su vida, respecto al amor o al odio, la comunicación o sideral desconexión que le unía o desunía con su parentezco azuleño, como Director de la DIPBA, o ya por Democracia siendo la insignia horrorífica de los años dictatoriales.
La muerte de Etchecolatz exige, a un grueso de la comunidad azuleña, asumir aquél ejercicio memorioso que no se atrevió a desarollar durante los años del Terror, e incluso, en lo que va de Democracia. Les azuleñes deben reflexionar respecto de cómo su Partido llegó a convertirse en cuna de genocidas, punto de partida de Roca hacia el genocidio del Desierto, locación del primer fusilado por la Revolución Libertadora y de los primeros ensayos de la Triple A, entre otros acontecimientos claves de la historia del horror nacional.
Esta omisión de las ligazones azuleñas con la historia del horror argentino se torna deliberada con respecto a los medios azuleños. Sobre todo del monopolio que causalmente logró imprimirse de forma cotidiana al cumplirse el 5° Aniversario de la dictadura. Siendo vocero y operador mediático del Área Militar 123 y 125 (que incluso publicaba semanalmente avisos dirigidos a la comunidad con el titulo “Del Ejército a su Ciudadanía”) obtuvo a su vez, la calidad de tinta, imagen y papel de los grandes diarios argentinos. El costo: dos trabajadores detenidos (Osvaldo Laurini y Ricardo de la Fuente) en el primer operativo de los grupos de tareas constituidos por el Ejército y la Policía Bonaerense, justamente, durante la madrugada del 24 de marzo de 1976.
El objetivo central, empero, seguirá siendo reconocer, evocar y militar el nombre de quienes desaparecieron en sus calles y en sus barrios, cuando la Guarnición Militar Azul significaba el comando de las Áreas 123 y 125, y por tanto una de las mayores centrales de la tortura y la desaparición bonaerenses. Una deuda que se reafirma con cada 24 de marzo desolador, fomentado y avalado por un gobierno negacionista, más cerca del homenaje a los caídos en defensa de la patria y contra la subversión, que de reclamar a la cúpula de la Guarnición Militar que desclacifique los archivos; qué diga cuanto sabe, para que familiares y emprendedores de la Memoria envuelvan de Verdad y Justicia a las víctimas en suelo azuleño.
Su impunidad será nuestra condena
Como Videla – al igual que los centenares de genocidas y de cómplices que ya no existen en este mundo – Etchecolatz es un genocida menos. Pero angustia e inexorablemente, debe asumirse que personifica por igual a un genocida más, no cualquiera, el que encarnó por encima cualquiera el odio y el horror del que es posible el Terorrismo de Estado. Etchecolatz, el más siniestro de los verdugo, se lleva el triunfo del silencio impúdico a la tumba.
Etchecolatz sabía donde fusilaron y luego desaparecieron a las víctimas de todo el circuito. Sabía qué hicieron los victimarios de las más de 40 víctimas en el Partido de Azul, entre supervivientes y desaparecides. Todo cuanto sabe y jamás olvidará, quien firmó dos mil desapariciones en su escritorio, e impartió decenas de torturas con sus propias manos. A estos centenares de familiares, se le suman los miles y miles que lloran a los suyos en algún rincón de lo que fue el circuito Camps – Etchecolatz.
El verdugo azuleño se fue orgulloso de que la Justicia cómplice, en combinación con el Estado ausente, se ahorraron la angustia de extirparle nombres, direcciones, últimas palabras o fosas comunes. De hecho, en el marco del Juicio Garachico, su novena y última condena en vida, el TOF N°1 de la Plata no reconoció los delitos que componían la causa en el marco de genocidio, y desestimó la figura de la desaparición forzada de las víctimas.
Ahí nace un llamamiento nacional, una alarma de vida que convoca a la sociedad y a les emprendedores de la memoria, y que debe interpelar más que nunca a la Justicia: el tiempo biológico alerta que cómplices y responsables del más grande genocidio argentino están pronto a extinguirse por completo. Los archivos, los paraderos, las verdades bajo llave de qué hicieron con les 30 mil, están cada día más cerca de desaparecer para siempre.
«Justicia, basura, vos sos la Dictadura» se entonó fuerte durante la pandemia, cuando la complicidad judicial otorgó la domiciliaria a 37 represores en el marco de la cuarentena por el coronavirus. A final de cuentas, de los 750 genocidas detenides por crímenes de lesa humanidad, 565 gozan su impunidad en el dulce hogar. Sólo 185 torturadores se encuentran detenidos en cárceles del Servicio Penitenciario Federal. Todos parten unidos en el mismo sentir. Convencidos de haber cumplido los objetivos de la lucha contra la subversión marxista. Creyentes de conquistarlos en defensa de una causa divina.
Al igual que Etchecolatz, los responsables militares y policiales en particular, pero los cómplices civiles, empresariales y ecliasticos en general, mueren dejando en el plano material una angustiosa e insoslayable certeza: escupieron odio contra los millones que sostienen la bandera de les desaparecides, y pagaron el precio de morir en la carcel común, a cambio de perpetuar silencio sobre sus crímenes imprescriptibles.
Su impunidad será nuestra condena. Pero las suyas continuarán siendo – ahora y siempre -, la búsqueda de Verdad, Justicia y Castigo sobre el último de les cómplices y responsables; la Memoria renacida en nietes y bisnietes de la democracia, y el horizonte de otro país posible, cada día más urgente, a imagen y semejanza del militado por les 30 mil, en el barro, por les nadies de la patria.