Una flor, otra flor (Nieto 138)

Si todo tío tiene un cuento, el que narran Pedro Pourtalé y su sobrino Diego se tensa en medio del gran genocidio. Dos familias, dos desaparecidos en la ESMA, y después, una búsqueda de medio siglo del bebé que nació en la central del horror de la última Dictadura. La restitución del nieto 138, hijo de la azuleña Marta Pourtalé Dall'Aglio y Juan Carlos Villamayor Morinigo, empieza y se vuelve posible en la inclaudicable convicción de encontrarlo. El cuento del tío y el sobrino que sentados a la vera del calvú esperan abrazar a Luciano, mientras transita los caminos que lo conducen a ser Manuel: la identidad que soñaron para él sus genes revolucionarios.

Por: Nahuel Mirande

 

El viaje en bondi

Hace un tiempo un profesor que viajaba cien kilómetros solo para darme clases me dijo: “Si el tramo que une a Tandil con Azul tuviera otro paisaje ya hubiera renunciado”. Efectivamente, la profundidad serrana interpela, funciona como hechizo de hipnosis. La filosofía kuscheana ya ha dicho lo que había que decir en relación al pensar de una comunidad y su vinculación intrínseca con el suelo que la sostiene y la habita. Debe haber algo de eso en los que entramos en trance por los kilómetros serranos de la 226; creo que puede ser algo magnético. Los caciques pampas se internaban en las profundidades de la Boca de las Sierras para enfrentar a los demonios y volver fortalecidos. Menem y Astiz, en cambio, en los 90′ se internaron ahí para bailotear con el gualicho. Hasta en el paisaje habita la contradicción.

El bondi me deja atrás del acceso a la ruta 80. Estalla en mis auriculares una guitarra rabiosa que me hace bajar la vista y ponerla sobre la pantalla. La voz de Gustavo narra lo que se refleja en mis ojos: “Paraíso, zona pura, perfección”. En otra pestaña, Abuelas de Plaza de Mayo anuncia la recuperación de un nuevo nieto, el 138. Sospecho por los rostros empañados que ignotos compañeros viajan conmigo. Al pisar suelo azuleño leo un mensaje que dice: “Estoy temblando: el nieto 138 es el hijo de Marta Pourtalé”.

 

El viaje en bici

Ha pasado una semana desde que Abuelas de Plaza de Mayo dio a conocer la noticia del nieto 138. En el mainstream mediático poco se habla de esto -de hecho, ya no sé muy bien de qué se habla en el mainstream mediático-. Hoy vamos a ir a entrevistar a Pedro Pourtalé, tío del nieto recuperado. En el barrial de Vientos de Libertad, en Villa Piazza Sur, se ha decidido democráticamente que pueda irme un rato antes para llegar a tiempo a la entrevista.

Atravieso “La Villa” acechado por el bronceante y tórrido sol de enero. A mitad de camino me espera Jorge, que ya no tiembla. Está firme como siempre, enfocado en lo que vamos a hacer. Nos ponemos en camino mientras discutimos si alguien se atrevería a robar nuestras penosas bicicletas. Al llegar a destino volvemos a preguntarnos si sería necesario atarlas, y desde el otro lado del ligustro una voz grave nos dice “Éntrenlas”. Es Pedro, que estaba pendiente de nuestro arribo.

Al abrirse el portón se deja ver un hombre alto, corpulento. Su expresión es la de tipo serio, con una tonada pueblerina que entrecruza lunfardos con un lenguaje casi poético. Pedro vive frente al arroyo y es imposible no volver a pensar en la geo-cultura kuscheana: desde su casa se ve fluir el cauce del agua y se ve también “La Azuleña”, un complejo habitacional que en su momento supo ser una fábrica, y antes de eso había sido la toldería de un capitanejo que engrosaba las lanzas del Cacique de las Pampas, Catriel.

Mientras afuera el resto de la familia disfruta el caer de la tarde, Pedro nos invita a sentarnos en la cocina. Más allá del nerviosismo que expresan sus manos hay un clima de paz que no sabría bien cómo describir. Es una apacible tarde de verano, sí, pero sin hacerlo expreso la familia trasmite como onda expansiva su felicidad. No quiero melosidad chabacana en el relato, pero el ambiente me recuerda al alborozo que se manifiesta en una casa ante la llegada de un recién nacido.

 

El viaje de Pedro

El micrófono está en la mesa. El entrevistado comienza a narrar su historia. Pedro no da rodeos a las preguntas y no le teme a la sinceridad de su discurso; habita sabiamente las contradicciones que genera el dolor.

Iniciamos esta búsqueda hace cuarenta y ocho años, cuando mi hermana que estaba embarazada no se comunicaba con nosotros. Ahí imaginamos que algo había pasado; a partir de ahí nos dimos cuenta de que esto iba a ser largo y penoso. Principalmente porque nunca supimos si mi sobrino había nacido, porque mi hermana fue secuestrada a punto de dar a luz. Entonces teníamos la incógnita de si había nacido, de qué sexo sería, y dónde estaría. Ese periplo termina con esta grata noticia de que aparece el niño buscado, que ya es un hombre de cuarenta y ocho años”.

Pedro se detiene a pensar las palabras, no las escupe, las escoge, y no es casual que haya evocado para su relato la justeza del “periplo”.

Un día de noviembre de 1976 en la oficina del Palacio de Tribunales de Azul en la que trabajaba Pedro, el teléfono no paraba de chirriar: era Marta, y no era heraldo de buenas noticias. Un grupo de tareas había atentado contra su casa y dentro de ella estaban su hijo, Diego, de cuatro años, y su compañero de vida, Juan Carlos. El ataque fue virulento y bestial. Las paredes parecían un colador; se descargaron metrallas cuyo único blanco era un niño de cuatro años escondido en un placard. Diego se había convertido en un milagroso sobreviviente de esta historia macabra y horas después, rodeado de asesinos con uniforme azul, esperaba con una chapita en el cuello que alguien fuera a buscarlo a una comisaria de Villa Ballester.

Pienso en ese viaje, en la puesta en marcha del rodado y esos trescientos siete kilómetros, en esas cinco horas del periplo sin el magnetismo del paisaje, donde la vinculación con el suelo y la mar en coche importaban una mierda. Pienso en Pedro, exigiendo más revoluciones a la cabeza que al motor del vehículo, con el sentimiento paternal que lo personifica, sospechando, tal vez, que esos kilómetros serían solo los primeros pasos de lo que vendría.

Tiempo después de rescatar a Diego, su tío Pedro y su abuela Rosa salieron de Azul rumbo a Luján con motivo de una reunión secreta con Marta.

Pedro dice: Marta sabía que estaba perseguida, muy perseguida. La habían delatado, pero no quiso irse del país como le había ofrecido mi viejita: no quiso abandonar la lucha. Hasta el día de hoy esa fue la última vez que vi a mi hermana. A pesar de que no la encontrábamos, siempre guardábamos la esperanza, siempre con la expectativa de que alguien nos dijera algo, que apareciera. Aunque sea, que si la mataron, que nos digan dónde está, por lo menos para tener un lugar donde llevar una flor”.

Una flor, una flor, ese es el deseo de este hombre, cuya expresión de seriedad no obnubila al tipo sensible. Poder ofrendarle una flor a su hermana, saber dónde está. Por las noches de pesadumbre y desazón de su viejita mirando al techo preguntando por su hija. Por las vejaciones de Jorge Rafael Videla que incineraba vilmente las cartas que imploraban por saber el paradero de Marta y su bebé. Por cinco décadas de una búsqueda dolorosa.

En la épica griega a Ulises le demandó diez años su odisea. La odisea de los Pourtalé cierra recién una etapa después de cuarenta y ocho diciembres. No hay dioses empedernidos en esta historia: hay jodidos dictadores gatillando ríos de sangre, hay malicia terrenal y perversidad humana. Hay un hombre que todavía sueña con terminar este viaje con una tumba y una flor cortada a orillas del Callvú.

 

El viaje de Diego

Los micrófonos y grabadores son instrumentos de alquimia: tienen el poder de eternizar lo efímero de las palabras que se arrojan con la lengua. Ese poder en algún grado inhibe y tensiona. Mientras el micrófono estuvo encendido no hubo espacios de sosiego. La potencia del relato y la necesidad del registro inhabilitaron la posibilidad de algún comentario risueño. Pedro remató el reportaje con un “Que Nunca Más se repita, pero hay que estar atentos porque hay un gobierno negacionista y reivindicador de esa sarta de asesinos que deberían estar en una cárcel común”.

Finalizado el rodaje Pedro se distendió y, ante el pedido de ver alguna foto de Marta, accedió a compartirnos sus recuerdos. “Este es Diego”, nos dijo, -ahora sí con una expresión más jovial-, mientras nos mostraba la foto de quien para él era un milagro. Nuevamente, la palabra milagro encaja muy bien con Diego, no es azarosa. Diego es un milagro en el infierno desquiciado que fue el Terrorismo de Estado.

La politóloga Pilar Calveiro acusa a los grupos de tareas de ser simples mortales dotados con poderes desaparecedores, lo que les brindaba la pretensión de ser dioses, administradores de vida y de muerte. Hubo una denodada exhibición en la arbitrariedad del poder sobre la vida y la muerte, incluso cuando circunstancialmente este poder alcanzaba a niños. Porque es ahí donde el poder se afirma como absoluto e inapelable, donde reside el macabro placer de adueñarse del destino de los otros. Los poderes desaparecedores y de exterminio instalados por los genocidas buscaron ser ilimitados, omnipotentes, en palabras de torturadores: “Dios está ocupado en otra parte y somos nosotros los que debemos ocuparnos de esa tarea en Argentina”.

Diego es un sobreviviente de una gran tragedia, “un milagro” como dice Pedro, algo sobrenatural e inexplicable. Porque su inocente existencia soslayó dos veces al poder exterminador de los grupos de tareas: primero cuando decidieron abrir fuego contra su casa y después cuando decidieron exhibir arbitrariamente cual sería la suerte del niño. Un milagro que sucedió frente a procaces hombres ordinarios que jugaban a ser Dios.
Pienso en el viaje de Diego, en ese nene que miraría la ruta descolocado, sin comprender del todo lo que había pasado. Dice Pedro que “Diego no lloró, y si lo hizo fue en silencio”. Fueron los años, -y tal vez ese espíritu adolescente que en ocasiones llega para salvarnos-, lo que hizo que ese niño que se convertía en hombre comenzara a indagar en la verdad, a buscarla y buscarse en ella. Fue su abuela Rosa la que luchó con él, y fueron las Abuelas de Plaza de Mayo quienes lo cobijaron. Fue la decisión de mudarse a La Plata la que lo acercó geográfica y políticamente a esta causa que hoy da sus frutos. Ahí pudo sumar piezas al rompecabezas de su historia, sumarle más contradicciones al dolor, correr los velos de la traición y animarse a conocer cuando el saber implica escarbar en la herida abierta.

Rodolfo Kusch se pregunta si todo pensamiento sufre la gravidez del suelo, o es posible lograr un pensamiento que escape a toda gravitación. Es probable que la gravidez del cauce del Callvú actúe en nosotros como molde simbólico, como modo introyectado de estar en tiempo y lugar, el mero estar-siendo, ahí frente al arroyo que nos marca el ritmo del pensamiento. ¿Qué habrá pensado Diego sobre la misma tierra que pensaba Marta?

Tuve que volver a esa ubicación, estar caído en el suelo para analizar el paisaje, ver los cambios urbanos, la edad de los árboles, tratando de deducir si ellos habían podido pensar bajo la sombra del mismo sauce que también llora.

 

¿El viaje de Manuel?

“Luciano, por medio de una salutación de fin de año rubricada por él, nos ha pedido tiempo para reflexionar, cosa que me parece necesaria” dice Pedro. Cada vez que se menciona al nuevo sobrino Pedro tiene que corregirse, dice “chico, bah, en realidad un hombre”. Este anacronismo lo significa muy bien una carta de Chicha Mariani para Clara Anahí. La abuela expresa que compra muñecas para su nieta y las va guardando en cajas cada vez más grandes, y se amontonan las muñecas y Clara no aparece. Quién sabe por cuántos años Chicha las compró, las guardó, y esperó a su nenita que tal vez ya sería también una mujer.

Recordando las palabras de Chicha voy encontrando ciertos paralelismos con el relato de Pedro, quien mantiene flotando permanentemente en su discurso a la abuela Rosa que, como Chicha tuvo que pasar también por el desasosiego de si su nieto había muerto o no. Sobre esto, Pedro menciona un encuentro con un conocido en una peluquería que le dice que tiene una carta que le puede interesar; la carta aseveraba que Marta había sido fusilada estando embarazada. Tiempo después, la familia Pourtalé conoce otra carta que decía que Marta había dado a luz en la ESMA. Esto es una muestra de lo fangoso y podrido que fue para las familias el curso de búsqueda, pasar por la incertidumbre, luego por el duelo, para terminar nuevamente en la incertidumbre. Relatos que no solo exponen lo bestial de la represión, sino también la tortuosidad que implicó el agravante de la clandestinidad en las practicas genocidas y etnocidas.

Reconstruir decenas de miles de historias por pequeños fragmentos, un rompecabezas sin fin con piezas que en ocasiones no encajan, que se contradicen, despistan, o desbaratan conjeturas. Pero hay otras reconstrucciones, ambiguas desde ya, pero que no dejan de tener tonalidades más cálidas.

Diego vivió desde los cuatro años con sus abuelos maternos, en la misma casa en la que se crió su madre, durmió en el mismo cuarto en el que solía dormir ella y compartió sus bártulos. Un día, indagando en uno de los cajones de un mueble antiguo, Diego encontró el diario íntimo de una cándida pre quinceañera, que gozaba de su edad, que se sensibilizaba y descubría poco a poco la vida. Una Marta chiquita que, sin saber y en su tierna adolescencia, había escrito un tesoro para que quienes serían sus hijos la conocieran aunque fuera un poco, una pieza. Un tesoro ambiguo, como todo, como toda reconstrucción de quien trágicamente ya no está.

Pienso en ellos, en esta tierra de abismáticas contradicciones en la que piso, en la gravidez de su pensamiento frente a las fronterizas aguas del Callvú. “No hay paisaje más bonito que el que se ve desde el puente San Martín” dice Diego por video llamada, mientras se imagina parado ahí. A un lado, el primer barrio de la ciudad, indígena y popular; al otro, el casco céntrico de esta metrópoli paqueta del núcleo aristocrático bonaerense. Y él, en el puente por el que cruza la barriada, por encima de la contradicción, donde se la habita. Pienso en el valor de tu deseo, Dieguito querido, en las ansias por conocer a tu hermano, aún en el lamento por todo lo perdido.

Hace un mes que escribo, fabulo con ellos, con ustedes, y una guitarra rabiosa interfiere insistentemente en mis pensamientos, y Gustavo trina: “Florecer mirándote a los ojos, perfección… Florecer los dos, paraíso, zona pura, perfección”.

Luciano, acá te espera gustoso y sobriamente Manuel.

 

 

A la memoria de Marta Pourtalé Dall Aglio, y Juan Carlos Villamayor.

Nunca Más.

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