Hubo un cuartel tomado que precipitó, aún fallido, los horrores de Estado ejecutados por “El Golpe”.
Duró lo que el vendaval atizando la tarde del sábado 19, hasta cesar con la fuga de los invasores la mañana del domingo 20 de enero de 1974: el copamiento del ERP a la guarnición militar de Azul.
No más de 56 guerrilleros pisaron la ciudad promediando las 20 de aquel sábado, confiaría Luis Lea Place, uno de ellos, décadas después. Los objetivos dictados por su líder, “Roby” Santucho, eran tres; hacerse del armamento y las municiones de una de las guarniciones más poderosas del Ejército argentino; demostrarle a la clase trabajadora que el ERP les conduciría a la revolución socialista; probar que el tercer Perón pondría la represión al servicio de la burguesía, sirviendo el terrorismo paraestatal a las Fuerzas Armadas.
La compañía “Héroes de Trelew” ingresó por el acceso de la Ruta 51, en una palma de autos particulares y tres camiones acondicionados para el operativo. Tomaron la calle que une dicha entrada con el cordón sudeste del cuartel. Se detuvieron a unos 1.500 metros, en la quinta del recientemente fallecido Doctor Ramón Inza. Reducido el casero, adoptaron uniforme militar de combate, tomaron FALS, armas de mano y bombas caseras, y en varios frentes condujeron a los puntos de infiltración. Comandaba Enrique Gorriarán Merlo, ante la vigía de Hugo Irurzún.
Un colimba les había facilitado un mapa harto preciso del perímetro y las adyacencias, así como la garantía de que un grueso del personal estaría de licencia. Los presentes aquella noche, entre la borrachera o la somnolencia de hacer guardia en la monotonía azulada, eran desprenidas presas en la tormenta.
Así de bajo se escuchó el «alto» del conscripto Daniel González cerca del polígono de tiro, cuando un grupo de mismos cascos y uniforme lo convencía de bajar el arma, al grito de estar regresando del prostíbulo de afluencia entre pares. Pasando el arroyo, otro pelotón que decía provenir del Regimiento 8 de Magdalena, alertaba al coronel Camilo Gay, adhesor del movimiento, de un inminente golpe contra Perón. Por impericia de ambas puestas, dos ráfagas automáticas dieron muerte al colimba y al jefe del Regimiento de Caballería de Tanques 10. Los estruendos alertaron al barrio militar, del que fueron surgiendo colimbas y superiores al rescate. Pronto surgieron réplicas desde la guardia del tanque de agua. Los atacantes jamás llegarían a la posta de armas. Para las 7.30, con el desganado sol echando claros , el factor sorpresa estaba perdido.
Pero Santiago Carrara y Pascual Altera nunca escucharon el grito de retirada de Gorriarán Merlo. Las fuerzas defensoras, ahora con refuerzos de los regimientos de Olavarría y Tandil, Base Naval Azopardo, Fuerza Area y la Polícia provincial y federal, sitiaban a los infiltrados en la herrería. Tenían de rehenes a la esposa del coronel fusilado, sus hijos y un amigo de estos. La claudicación del copamiento se cobró, por el fuego de una tanqueta militar, las vidas de Altera e Nilda Casaux de Gay.
La muerte otorgó diez meses de ventaja al coronel Jorge Ibarzábal, segundo jefe de la unidad, único botín de los guerrilleros en fuga. Otro viaje en en armario metálico aferrado al techo de la camioneta, y tres tiros, los de Sergio Dicovsky antes de entregarse a la policía de Solano, quien detuvo el convoy erpiano que lo trasladaba a la siguiente «carcel del pueblo».
Detenidos en el epílogo del asalto, Héctor Antelo y Reinaldo Roldán – a diferencia del liberado Carrara – serían desaparecidos meses después, tras padecer la picana en los calabozos de la Superintendencia de la Policía Federal.
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El copamiento fue tapa nacional y faro de la opinión pública a las horas de consumado. Fotoperiodistas de los Estados Unidos, reporteros audiovisuales del Reino Unido, se apostaron a lo largo del domingo 20 en las inmediaciones del puente sobre el arroyo. Un centinela de vigilancia celosa, ahuyenta familias de militares, pibes que venían de boliches céntricos, niñes en bicicleta, y tantos otros seres curiosos de comprender si esto que fue una balacera, esto que dejó autos acribillados, hizo desplegar tanques y uniformados a mansalva, es propio de una guerra y de serlo, cuál ha sido de todos los enemigos posibles. Prensa y sociedad advertían que las consecuencias serían fulminantes una vez se pronunciara el presidente.
La voz del General se hizo eco en cadena nacional: «… el aniquilar cuanto antes a este terrorismo internacional, es una tarea de todos los que anhelamos una patria justa, libre y soberana…»
El uniforme de militar que vistió para el mensaje era sugestivo de un plan para la ruptura definitiva con la Tendencia Revolucionaria. Al margen del enfrentamiento particular con el Ejército Revolucionario del Pueblo, Perón sindicó como cómplices a la izquierda peronista; exigió e hizo efectiva la renuncia del bloque de diputados del FREJULI, e impartió castigo en la Gobernación de la Provincia, pues veía en el azuleño Oscar Bidegain, además de un promotor de la escalada de la JP al poder, un cómplice del ataque. La estocada final contra la lucha armada, condensa una ley a la que se conocerá como «antiterrorista», causal de modificaciones al codigo penal, asunciones de la ultra derecha peronista en despachos gubernamentales, y de referencias de la Triple A en las cúpulas policiales.
Por caso, en lugar de Bidegain puso a Victorio Calabró, futuro conspirador de la Junta Militar, y ubicó al comisario Alberto Villar como jefe de la Federal, junto a Luis Margaride en la Superintendencia, ambos por coexistir en el comando de los escuadrones de la muerte ideados por López Rega. La lucha armada se recluiría pronto y por completo a la clandestinidad, no sin antes padecer las fraguadas consecuencias de la «guerra contra la subversión».
Por la presunta tenencia de armas, en pos de validar el mito de un atentado montonero contra el Hospital de Niños «Argentina Diego», gran parte de la dirigencia de la JP azuleña fue detenida a mediados del 74′. Cierta noche otoñal fue manto para la tortura impiadosa de muchos de ellos, en las mazmorras de la superintendencia de la Federal sobre calle Uriburu, frente al nosocomio materno infantil aludido. Muchos de los militantes, Julio Varela o Jorge Meza por citar supervivientes, permanecerían detenidos «a disposición del PEN» hasta el fin de la última dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Para entonces, Santucho reconocía que el copamiento había sido «una derrota en lo militar, pero una victoria en lo político», porque supo revelar el verdadero rostro del tercer peronismo. Faltaban tres meses para que el lider del movimiento echara a «los imberbes» su última día del trabajador. Ya regían las reformas penales que permitían cazar a todo aquel que se pensara como enemigo de la patria. Las esquirlas militares y políticas que se sucederían al término de un año, conformaron el ensayo general del plan de exterminio más atroz padecido por el pueblo argentino.
El copamiento hizo tronar el escarmiento que antecedió al Terror.
Nota en desarrollo